Escribe Carlos Slepoy. A partir de la reciente experiencia hondureña y de un juicio presentado contra los bancos por el financiamiento brindado a la última dictadura argentina, dos expertos en derechos humanos analizan el papel que puede jugar la Justicia internacional en el castigo y prevención de los golpes de Estado, tan comunes en la historia latinoamericana. La experiencia hondureña.
Convención contra los golpes
El escritor y periodista argentino Marcelo Fabián Monges, radicado en México, está impulsando una notable iniciativa que he apoyado sin hesitar como me consta lo han hecho, entre otros, el Premio Nobel alternativo de derechos humanos Martín Almada y esa ejemplar Madre de Plaza de Mayo, Línea Fundadora, que es Nora Cortiñas. En su ingente actividad Marcelo Monges se ha entrevistado con representantes diplomáticos de distintos países.
El escritor y periodista argentino Marcelo Fabián Monges, radicado en México, está impulsando una notable iniciativa que he apoyado sin hesitar como me consta lo han hecho, entre otros, el Premio Nobel alternativo de derechos humanos Martín Almada y esa ejemplar Madre de Plaza de Mayo, Línea Fundadora, que es Nora Cortiñas. En su ingente actividad Marcelo Monges se ha entrevistado con representantes diplomáticos de distintos países.
No dudo de que cuando la idea se generalice –y es urgente que lo haga– todos los organismos de derechos humanos de América la impulsarán: se trata de la necesidad de una Convención Interamericana que declare como crimen de derecho internacional, y penalice, los golpes de Estado. El reciente golpe cívico militar en Honduras y las amenazas que se ciernen en el mismo sentido sobre otras naciones actualizan dramáticamente la necesidad de perseguir este antiguo e impune delito que, una y otra vez en nuestra historia, ha abortado procesos de cambio imprescindibles para profundas transformaciones sociales y la integración indoafrolatinoamericana continental.
Desde las declaraciones de independencia de nuestros países se produjeron 327 golpes de Estado y asonadas militares. Durante el siglo XX los golpes de Estado en América latina fueron 288 (Bolivia, 56; Guatemala, 36; Perú, 31; Panamá, 24; Ecuador, 23; Cuba, 17; Haití, 16; Santo Domingo, 16; Brasil, 10; Chile, 9; Argentina, 8; Venezuela, 12; Colombia, 8; Uruguay, 5; en las islas de Surinam, Jamaica, Guyana, Granada y Trinidad Tobago, 15; México, 1; Paraguay, un golpe de Estado que duró 45 años). En la inmensa mayoría de los casos sus autores no sufrieron sanción alguna.
En el 30 por % medió la intervención directa de tropas de EE.UU. (en un 70 % en países de Centroamérica y el Caribe) [Fuente: Modesto Emilio Guerrero, periodista y escritor venezolano residente en Buenos Aires www.voltairenet.org/article137304.html].
En su ya larga historia, la Organización de Estados Americanos (OEA) aprobó en 1948 la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, la Convención Americana sobre Derechos Humanos en 1969 y, ya con carácter punitivo, la Asamblea General adoptó la Convención Interamericana para prevenir y sancionar la tortura en 1985 y la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas en 1994. Restan, clamorosamente, convenciones para prevenir y reprimir los genocidios, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra tan pródigos en nuestras tierras.
Y los aquí comentados golpes de Estado, puertas de entrada y prolegómenos de aquéllos y de la violación masiva de los derechos económicos, sociales y culturales. Este crimen debe ser regulado como un delito autónomo de los demás y sus autores perseguidos judicialmente por el solo hecho de alterar el orden constitucional (cómo deberán serlo los golpistas hondureños, independientemente de que sean además sancionados por los otros delitos que están cometiendo).
Hay muchos que, con fundadas razones, opinarán que estos instrumentos internacionales son ineficaces: no impiden los crímenes y apenas son útiles para perseguir a unos pocos de los tantos implicados. Sin embargo, lo hasta hoy conseguido es, aunque poco, mucho más de lo que hubiéramos tenido si miles de personas y víctimas, cientos de organizaciones sociales y de derechos humanos no se hubieran conjurado para dar vida a tratados internacionales que nos dignifican y abren caminos. Es sabido que toda larga caminata comienza con los primeros pasos. La anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida por la Corte Suprema en Argentina o la reciente declaración de inconstitucionalidad de la eufemística Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado por parte de la Corte Suprema del Uruguay no hubieran sido posibles sin las aludidas convenciones y las interpretaciones que de las mismas han hecho la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos de la OEA.
Sin embargo, estas instancias interamericanas, que como se ha dicho han cumplido un importante papel, revelan ya su insuficiencia. Es preciso desarrollar los principios y crear los juzgados y tribunales que, a escala americana, persigan efectivamente a los autores de los crímenes. En el caso, los responsables de golpes de Estado. Sin perjuicio naturalmente de su persecución en el país donde se cometen los hechos aunque, como es sabido, la impunidad que conllevan los mismos suele impedir su persecución.
Por eso se torna necesaria la creación de un Tribunal Penal Interamericano Permanente, a modo de la Corte Penal Internacional Permanente, pero sin sus groseras servidumbres a favor de los poderosos del planeta y la aplicación efectiva del principio de justicia universal –existente en la mayoría de las legislaciones de nuestros países pero lamentablemente inédito en su implementación–, conforme al cual estos hechos deben ser sancionados por los tribunales de cualquier país dada su naturaleza de crimen lesivo para la humanidad que convierte a sus autores en enemigos del género humano.
Sin estos dos elementos no avanzaremos, en lo sustancial, más que hasta ahora.
Quede dicho ahora que, como nunca antes, el contexto latinoamericano, con sus asechanzas pero también con sus sólidas promesas de futuro, es propicio para que muchos de nuestros gobiernos impulsen perentoriamente, tras dos siglos de golpes de Estado, una convención que persiga y reprima a sus responsables.
Sin estos dos elementos no avanzaremos, en lo sustancial, más que hasta ahora.
Quede dicho ahora que, como nunca antes, el contexto latinoamericano, con sus asechanzas pero también con sus sólidas promesas de futuro, es propicio para que muchos de nuestros gobiernos impulsen perentoriamente, tras dos siglos de golpes de Estado, una convención que persiga y reprima a sus responsables.
Carlos Slepoy
Abogado. Fue querellante en España en los juicios contra los responsables del terrorismo de Estado en Argentina.
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