El experimento político derrotado en las últimas elecciones tuvo como elemento central la voluntad, en más de un sentido. Tanto para sus líderes como para sus seguidores -en particular, los provenientes del campo intelectual- la voluntad fue simultáneamente el origen de una visión del mundo y una herramienta de acción para concretarla. Ante cada muestra de resistencia de la realidad para acomodarse a los deseos gubernamentales, el kirchnerismo respondió de manera consistente: reafirmando su deseo de que las cosas fueran de un modo distinto de como eran, "preservando su voluntad", aunque el mundo entero feneciese. Ese doble carácter de la voluntad fue lo que se puso en juego en las elecciones, lo que fue derrotado en ellas y lo que aparece -por su propia naturaleza- invulnerable a esa derrota y refugio final contra ella.
Y es que la celebración de la propia voluntad fue formulada en los términos de ideas morales, de preceptos sobre el bien y el mal, pero eso no estuvo orientado a imprimirle convicciones y dar empuje a la acción, sino por sobre todo a construir una imagen embellecida de ella.
El kirchnerismo quiso, y en alguna medida logró, forjar sobre el fondo de una historia esforzadamente estilizada la imagen de la Argentina como una nación compuesta por un pueblo virtuoso acosado por enemigos parasitarios, la imagen de una vida política en la que un "gobierno nacional y popular" se enfrentaba a extranjeros codiciosos y a una oligarquía derechista y antinacional, y la imagen de un presidente-militante ajeno a las bajezas de una clase política corrompida y mediocre.
El kirchnerismo ha sido, así, más potente en la generación de imágenes que en cualquier otro terreno. Y gracias a ello fue que los kirchneristas pudieron presentar el ejercicio de la acción política como una cuestión de voluntad -su voluntad- y destacar el ciclo inaugurado en 2003 de la historia previa, que habría estado signada precisamente por su ausencia.
Como uno de sus más conspicuos intelectuales orgánicos escribió, la Argentina habría vivido años de crisis política hasta la llegada de Kirchner al poder, por causa de la "abdicación de la voluntad política". Si los dirigentes no hubieran abdicado, el país podría haberse ahorrado los males del neoliberalismo, de la recesión, del derrumbe político, de la devaluación, de la fragmentación partidaria. Pero no fue así, y debió surgir el liderazgo de Kirchner para encarnar "el regreso de la voluntad política" al comando de la Nación. De lo que se trataba era de querer; si se quería lo correcto, lo virtuoso, entonces lo moralmente deseable se realizaría. Los Kirchner lo quisieron y dijeron incansablemente que lo querían. Hubiera sido inmoral no apoyarlos.
Esta concepción de la política tiene larga data, tanto dentro de la Argentina como fuera de ella. Es, por caso, la concepción que Weber criticó a los espartaquistas bávaros en 1919: la amalgama de moralidad y esteticismo que convierte a la acción política en el ejercicio de querer tener razón. Moralidad, como se dijo, porque hacer política sería ofrecer al mundo las virtudes personales de quienes militan. Pero también esteticismo, porque esas ideas morales virtuosas están asociadas a símbolos, a episodios, a experiencias que permiten a quienes las sostienen identificarse como parte de un colectivo, y son esas experiencias las que, ritualizadas, constituyen la estética que demarca la pertenencia al campo de la virtud. Y es este esteticismo el que termina predominando sobre la moral, cuando las "buenas intenciones" por sí mismas no alcanzan para concitar adhesión. Es una deriva de la acción política hacia la dramaturgia, a la que no casualmente se suelen entregar tanto revolucionarios fracasados como políticos profesionales hiperpragmáticos. Dos categorías de las que el kirchnerismo se supo nutrir profusamente. Por distintas razones, gente deseosa de dejar atrás y de ocultar las evidencias existentes sobre sus respectivas condiciones.
La política como celebración estética de ideas morales se diferencia de otras variantes de la vida política, que podrían denominarse "prácticas" y que por definición no son bellas ni mucho menos sublimes, pues se caracterizan por sumergirse en lo cotidiano, en lo opaco de la gestión, en deslucidas transacciones y acuerdos entre intereses, en negociaciones que por su propia naturaleza ponen entre paréntesis cualquier juicio moral sobre aquellos con quienes se negocia. Estas formas políticas son lo que el kirchnerismo, como experimento moral y estético de la voluntad, se dedicó a repudiar.
En lugar de eso, la experiencia kirchnerista se reivindicó desde su inicio como la "recuperación de lo auténtico" de la política. Y fue así como los Kirchner insistieron en presentarse como líderes deseosos de restaurar la decisión como afirmación de convicciones. Pero no sólo a eso, ni en particular a eso: en especial, recrearon la política como "puesta en escena" de la voluntad. De ahí que la estética de la decisión, más que la decisión misma, haya tramado los discursos oficiales: fue en esos términos que se combinaron en ellos los asuntos prácticos y los rituales de autocelebración, en anuncios de obras públicas acompañados de pañuelos de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, en un discurseo pedagógico y autorreferencial que presentó al matrimonio presidencial como "modelo" del país deseado, en un happening de datos estadísticos fabulados que pretendieron cimentar la imagen del "pueblo feliz".
Que esta visión fundamentalmente estética de la política no era inocua quedó de manifiesto cada vez que otros actores plantearon conflictos a las decisiones prácticas que el kirchnerismo vistió con sus ropajes. Nunca mejor que en la crisis del campo se hizo visible que lo que les interesaba a los Kirchner no era resolver conflictos, ni siquiera imponerse en ellos, sino fundamentalmente tener razón y preservar la imagen de su "voluntad". De allí que sería excesivo considerar hegemónico el proyecto que encarnaron: no es ése el carácter de una voluntad que no aspira a imponerse sobre el mundo, sino a pintar el suyo propio.
Se trató, más bien, de una voluntad indiferente a la hegemonía, dado que se consideraba, a priori, moral e históricamente superior. Esa pretendida superioridad fue, precisamente, lo que por naturaleza la ha hecho irreductible a las artes prácticas de la política democrática.
La voluntad kirchnerista de sostener que la Argentina es un paraíso de crecimiento económico, pleno empleo e igualación social, que la oposición es una colección de corruptos, explotadores, asesinos e incapaces y que el gobierno "nacional y popular" está apoyado por "sectores populares organizados" con férrea "conciencia nacional", esa voluntad perdió las elecciones el domingo 28. Pero la estética que dio su razón de ser a esa voluntad no ha sido derrotada.
En el fárrago de expresiones de lamentación que inundaron el universo oficial se escucharon voces bien representativas de ella, que sostenían más o menos lo siguiente: que a pesar del deslucido final que, ya parece inevitable, le espera a la experiencia kirchnerista, sus partidarios podrán guardar en la memoria el entusiasmo de haber participado de ella.
Que el momento cúlmine de un proceso político autodescripto como transformador se halle en los actos que habrían generado el entusiasmo de sus seguidores dice mucho sobre su carácter estético. Y sobre su condición como continuador de la tradición populista, que, en la Argentina y en el mundo, ha sido desde siempre profusa en producir imágenes y seducir por ellas, aun a quienes repudian sus efectos prácticos.
Querrán seguramente los seguidores de Kirchner que él sea recordado por la foto del general Bendini descolgando el retrato de Videla, o por su imagen abrazándose a sus seguidores en un acto en La Matanza, como hay quienes recuerdan como experiencias estéticas sublimes su paso por París o por Roma, o haber asistido al concierto de Jaco Pastorius en el Luna Park, o de Prince en River, o haber participado de un happening en el Di Tella. Lo sublime para los jóvenes y no tan jóvenes kirchneristas está asociado a un acto público, a un discurso, a un sentimiento de comunión con sectores populares. Las preferencias estéticas no pueden cuestionarse. Ni siquiera puede cuestionarse la idea de que una identidad política se construya en torno suyo. Pero puede cuestionarse, sí, que la democracia o su profundización puedan depender del "triunfo de la voluntad" encarnada en esos recuerdos.
Alejandro Bonvecchi, economista
Marcos Novaro, licenciado en Sociología.
viernes, 17 de julio de 2009
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