sábado, 11 de julio de 2009

Apuntes sobre los extranjeros en la Argentina


En este texto, el conocido ensayista y epistemólogo argentino Mario Bunbge, reflexiona, a partir de sus recuerdos, sobre el clima cultural y las formas de vida en común de la sociedad argentina multicultural. Realiza una descripción de los diferentes grupos migratorios de principos del siglo XX –italianos, españoles, judíos, alemanes, franceses– y define el rechazo al extranjero y al diferente como uno de los más graves errores de la historia política nacional. Una experiencia completamente diferente a la de Canadá, donde la extranjería es percibida como una oportunidad para el progreso. Cuando yo era chico, dividíamos a la gente en argentinos y extranjeros, y a estos últimos en tres géneros: gallegos, tanos y los demás. A su vez, los demás se clasificaban en ingleses, franceses, alemanes, rusos, polacos, turcos y japoneses. Si había personas que se negaban a pertenecer a una de las categorías mencionadas, tanto peor para ellas, porque a nosotros, los criollos, nos tenía sin cuidado.

¿Por qué esa division tan tajante entre nativos y extranjeros, en un pueblo en el que apenas quedaban indígenas? Porque los inmigrantes eran pobres. Por añadidura, casi todos ellos desempeñaban oficios manuales, lo que es una maldición en toda nación en que los miembros de la clase dominante se creen descendientes de hidalgos. (En la España feudal todo aristócrata pescado haciendo un trabajo manual era borrado del registro nobiliario.) En otras palabras, la división en cuestión era una cuestión de estatus social.

Además, intervenía el nacionalismo visceral. Los curas hablaban del pecado original, y en todo caso en el barrio había un solo cura, que trabajaba en la capital y dedicaba más pasión y tiempo a defender a los radicales que a salvar almas. A nosotros, los pibes del barrio, nos interesaba más la virtud original, que era la dicha y honra de haber nacido en la mejor de las naciones, la más linda, gloriosa y adelantada. Los gallegos nos daban lástima por tener fama de brutos; los tanos nos daban risa porque hablaban en cocoliche y tenían fama de farsantes; y los demás nos inspiraban algo de asco por esa hostilidad innata a todo lo ajeno e ignorado.

Poco a poco descubrimos que no todos los gallegos eran oriundos de Galicia. Por ejemplo, Don Nemesio Vea Murguía, mi “gallego” favorito, era vasco y, lejos de ser basto y bruto, era el vecino más cortés y el almacenero más emprendedor de la región. En el polo opuesto vivía el catalán Miserachs, el ferretero, tan laborioso, adusto, taciturno e incapaz de sonreír como su caja registradora. Los únicos gallegos de Galicia que se aventuraron en nuestro barrio fueron obreros camineros. Estos trabajaban duro independientemente de las condiciones meteorológicas, y sólo almorzaban un gran pan con una lata de sardinas, comida que les costaba un vigésimo del jornal que cobraban. Los criollos, que almorzaban un asado con vino, no entendíamos que esos gallegos estaban ahorrando para socorrer a sus familias o pagar las cuotas del terrenito que iban a visitar los domingos.

Los tanos eran otra cosa: habían llegado al país sabiendo leer y escribir, dominando un oficio, amando la música, y a veces trayendo ideas políticas avanzadas. Se adaptaban rápidamente y procuraban asimilarse, al punto de cambiarse el apellido cuando podían. En sus hogares no se hablaba italiano, lengua que pocos criollos apreciaban y estudiaban, pese a que era la segunda lengua europea en antigüedad. Todos se asombraron al enterarse de que Bartolomé Mitre estaba traduciendo al Dante. Cuando Lucio V. Mansilla fue a verlo, después de varios años de separación, le preguntó en qué andaba, y Don Bartolo le respondió que estaba traduciendo La divina comedia. En lugar de elogiarlo por haber emprendido semejante tarea heroica (por no decir imposible), Mansilla comentó con veneno porteño: “Hace bien. A los tanos hay que joderlos”.

Los tanos más importantes de mi barrio eran el peluquero Mario Ratti y el quintero Pedro Bottini. Además de cortarnos el pelo a todos, mi tocayo vendía artículos escolares, juguetes y postales semipornográficas. Era simpático, curioso y chismoso como cuadraba a su profesión. Ibamos a verlo cada vez que necesitábamos una información, y él nos interrogaba minuciosamente y se encargaba de difundir todo lo que pedía discreción. Era el corresponsal local del diario La Prensa. Infortunadamente para él, en el barrio nunca ocurrió algo importante hasta que se suicidó uno de los hijos del profesor Corti. Mientras tanto, Ratti tenía que conformarse con bodas y funerales.

Bottini era el polo opuesto de Ratti: tenía una quinta enorme en la que cultivaba sus hortalizas y frutas, con ayuda de algunos compatriotas tan poco gregarios como él; nunca se veía con sus vecinos, y se mantenía al margen de la Sociedad de Fomento. El quintero Bottini tenía dos hijos notables: la señorita Bottini, una maestra dedicada y bondadosa que tuvo la paciencia de enseñarme los palotes, y Liborio, que nunca trabajó hasta que a alguien se le ocurrió nombrarlo dirigente local y único afiliado del flamante Partido Laborista. El y yo coincidíamos a menudo en el tren, y yo le sonsacaba información, de modo que tuve el privilegio de ser testigo de su meteórica carrera política, tan breve como la de su partido. Las últimas veces que nos vimos fue cuando Liborio iba a visitar a la prisión a su dirigente máximo, un célebre matón de frigorífico que había caído en desgracia.

El pobre Liborio no entendía lo que estaba pasando. En justicia, tampoco nosotros, los opositores al peronismo, teníamos una visión correcta. Recién ahora, después de más de medio siglo, comprendo que Perón era mucho más complejo, visionario, diestro, astuto y carismático que cualquiera de nosotros, los de la malhadada y mal llamada Unión Democrática. Pero volvamos a la etnia itálica.

En el barrio había dos intelectuales oriundos de Italia: Roberto Giusti, el crítico literario, profesor y político socialista, y Alfonso Corti, profesor universitario de literatura italiana y entusiasta del régimen fascista. Yo era íntimo amigo tanto de su hijo René como de las cinco adorables hijas de Giusti. Aunque René era fascista, e incluso miembro de la Legión Cívica, también era civilizado, leído y pacífico, lo que hizo posible que discutiéramos sobre política, tanto oralmente como por carta. Se había hecho fascista no tanto por seguir a su padre, a quien odiaba, sino por seguir la moda. En efecto, la ideología ascendente en el país, después del golpe de Uriburu, era el fascismo católico, cuyas tropas de choque eran la Alianza Nacional Libertadora y la Legión Cívica. Los aliancistas eran de abajo y portaban pistolas, mientras que los legionarios eran pitucos o aspiraban a serlo, y empuñaban cachiporras.

La colectividad de cepa francesa se reducía a dos familias. Una de ellas era la de Luis Bivort, procurador y padre de dos señoritas hermosas que me saludaban cordialmente desde sus ventanas. Aunque Don Luis iba a casa para asistir a las reuniones de la Sociedad de Fomento, que presidía mi padre, nuestras familias nunca se visitaron. Los inmigrantes franceses, así como los de lengua inglesa, se consideraban la aristocracia del aluvión, y regresaban a su país de origen en cuanto podían.

En cuanto a los ingleses, que en realidad eran escoceses, irlandeses o norteamericanos, se mantenían aparte y solían residir en barrios separados, tales como Hurlingham y Belgrano R. En mi barrio había una escuela inglesa con dos aulas y dos maestros: un gigante severo y de rostro sepulcral, y un irlandés bajito, pelirrojo y risueño, que aprovechaba el recreo para visitar la taberna seguido por sus numerosos perros. En el tren veíamos un racimo de chicos y chicas angloparlantes, que jamás se mezclaban con los criollos. Yo no apartaba la mirada de una inglesita (o irlandesita o escocesita) hermosa, de inmaculada blusa blanca, que viajaba de pie para que se la admirara, y para quien yo y mi barra éramos transparentes.
Después estaban los alemanes, que también tendían a aislarse, pero solían casarse con nativos (como mi bisabuelo paterno y mi madre). Además, generalmente se esforzaban por aprender un castellano muy castizo. Pero, en lo posible, leían uno de los dos diarios alemanes y enviaban a sus hijos a escuelas alemanas. Una vecina alemana le dijo a mi madre que ellos, los “intelectuales”, debían mantenerse unidos. Los domingos por la tarde venían a visitarnos los Mendelsohn Bartoldy, una pareja de viejos menesterosos pero muy pulidos de quienes yo me había hecho amigo.

Los súbditos de lo que quedaba del Imperio Otomano eran sirios y libaneses, pero los llamábamos turcos. Todos ellos eran pequeños comerciantes, muchos de ellos ambulantes que vendían implementos para coser. Los más prósperos tenían negocios en Paseo Colón y en unas cuadras de la calle Canning. Cada vez que un transeúnte pasaba frente a ellos le decían: “Pase y vea, marchante”, y les gustaba regatear tanto como sus clientes potenciales. En las aceras de la calle Reconquista se los veía tomar café y fumar narguiles. Nunca se supo de un “turco” delincuente. Pero los “turcos” permanecieron políticamente marginados hasta que Perón les abrió las puertas de su partido. Algo similar les ocurrió a otros grupos sociales: el peronismo fue el partido de los marginados, aun cuando sirvió principalmente a los empresarios (quienes nunca se lo agradecieron).

Los “rusos”, o sea, los eslavos y judíos, constituían un grupo muy diferente de los demás. Había pocos eslavos, y casi todos eran jornaleros analfabetos. (Yo le enseñé a leer y escribir a mi amigo el polaquito Koppa, muy serio y aplicado. Su padre se emborrachaba y le pegaba todos los domingos. Una vez se enojó tanto con un amigo, igualmente borracho, que lo persiguió, lo derribó y le sacó un diente con una tenaza.)

En cuanto a los judíos, es sabido que en nuestro país se los marginó y atacó porque así lo exigía la tradición católica ibérica. Pero los antisemitas sabían que sus competidores judíos eran trabajadores y estudiosos y que, en cuanto tuvieron la oportunidad, descollaron en la universidad. Durante muchos años el Partido Socialista fue el único en acogerlos como a iguales y en tener dos diputados judíos, los hermanos Enrique y Adolfo Dickmann. El primer legislador radical de origen judío fue electo casi medio siglo después. Ni siquiera los gobiernos peronistas, tanto más abiertos a las minorías que los demás, tuvieron ministros judíos. Lo más cerca que llegó Peron fue cuando nombró ministro del Interior a Angel Borlenghi, ex dirigente socialista, casado con una mujer judía.

La comunidad judía argentina se distinguió de la norteamericana en que incluyó a miles de campesinos. Estos “gauchos judíos” se establecieron en las provincias de Santa Fe y Entre Ríos. Yo los vi hace seis décadas en el Litoral: los hombres vestían bombachas y calzaban botas, igual que los gauchos nativos, y eran tan taciturnos como los catalanes. Además, eran casi todos indiferentes a la religión. Yo vi la primera yarmulka recién en Nueva York.

¡Qué buen tino tuvieron los fundadores de la patria y, sobre todo, los reconstructores de la nación después de Caseros, al favorecer la inmigración de todas partes del mundo! ¡Qué idiotas los decanos que privaron a sus facultades del enorme talento judío, al punto de que cuando yo comencé mis estudios universitarios, la Universidad de Buenos Aires tenía un solo profesor titular judío, Ricardo Levene, tal vez porque era muy de derecha y ¡no se sabía que era judío!
¡Qué cerriles y mezquinos fueron los estadistas argentinos que pusieron enormes trabas a la nacionalización de los inmigrantes, tal vez por temor a que votasen por los socialistas! ¡Qué contraste con Canadá, otra nación que ganó con la inmigración masiva! El único requisito para adquirir la ciudadanía canadiense es residencia continua en el país durante tres años, y aprobar un examen elemental de instrucción cívica. El Parlamento nacional canadiense está lleno de políticos nacidos en el exterior; hemos tenido una gobernadora general (virreina) nacida en China, y ahora tenemos una nacida en Haití.

Pero lo más importante es que en Canadá nadie es despreciado por haber nacido fuera del país. Los canadienses se privan del arte porteño del desprecio injustificado. ¡Pobres desgraciados! No saben lo que se pierden. No hay mayor placer que ningunear cuando se es un nadie, reírse de una lengua extranjera cuando se la desconoce, y escandalizarse de costumbres foráneas por el sólo hecho de ser diferentes de las nuestras. No hay como rechazar todo lo extraño y nuevo para paralizar a la patria. No fue Gideón quien ordenó que cesase el movimiento de los cuerpos celestes: fue un patriotero argentino.
Mario Bunge

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