Cuadro Nacional, San Rafael: donde antes hubo trenes llenos de productos y personas, ahora hay un caserío arrojado sobre los rieles a la buena de Dios. Cientos de niños y de perros, de hombre y mujeres de Mendoza repitiendo un destino macabro, mientras los Dueños del Reino juegan a las zancadillas. Entrá a esta nota y permitite mirarla: esta es la provincia que supimos conseguir.
Pocas cosas más representativas de una provincia que se vino a pique que un asentamiento de indigentes levantados sobre las vías del tren. La imagen es particularmente poderosa porque resume dolores largos: la ausencia del tren –y ya se dijo que un país sin trenes no es un país– y el crecimiento de la indigencia, en este caso, en una villa donde sobran los niños, los perros y el abandono institucional.
Estamos en Cuadro Nacional, distrito vecino de la villa cabecera de San Rafael. En la estación de trenes, donde antes hubo locomotoras que atravesaban el mundo cargadas de carbones, vinos, frutas, gentes y asuntos por el estilo, ahora, hay una villa con señoras tristes que riegan un par de tristes malvones y perros con garrapatas tristes y piecitas breves bajo el sol del Tercer Milenio.
Bajo estos casi ilusorios hogares, hay rieles y durmientes y un par de galpones en los que malviven carteles de bienvenida de otros tiempos. Actualmente, el caserío alberga a más de mil personas, unas 160 familias, quince años de historia, 700 niños, 500 perros y por lo menos una docena de años de dejadez estatal. ¿Ayuda oficial? Ninguna.
La excusa, para los asentamientos en esta clase de terrenos, es la misma en nuestro sur que en nuestra ciudad: los terrenos del ferrocarril son nacionales, “entonces la Municipalidad de San Rafael y el Gobierno Provincial dicen que no pueden hacer nada”.
Hubo que ponerle un nombre al lugar y esta vez no primó el afán de eternidad a través de algún nombre asociado con alcurnias, prosapias o victorias: le pusieron Barrio Nuevo, así, cortito. Vamos a conocerlo.
“Mire la villa, mírela”
Ni bien atravesamos el umbral del olvido, unos vagos se cruzan con una amenaza que oculta un chiste. “Cuidado con la villa, se pone peligrosa”, larga uno. “¿Y hay laburito pa’ los vagos?”, dice otro. Rápidamente, llegan las risas y terminan por quedar descolocados cuando ven que, en realidad, vamos a hablar con sus madres, ese objeto divino dentro de la cosmogonía del pobre.
En las villas, ellas son las que saben cómo funciona el asunto que no funciona. Las madres, ustedes saben, siempre son las que todo lo saben y por todos velan. Y si algún progreso se logra, es porque hay madres detrás y esto es así, indefectiblemente, en cada rincón del mundo.
Vamos a la primera casa: es otra mañana en la villa y el sol pega en las latas, mientras la señora Estela intenta reunir un litro de un hilito de agua que sale de su canilla. ¿Por qué todo tiene que ser siempre así de difícil? ¿No debiera uno tener agua ni bien abre el surtidor? Uno imaginaría que semejante situación puede atacarla al abrir la heladera, pero es posible que ni heladera, mire, vea.
El problema aquí, no empezó con el asentamiento, sino que, según los vecinos, tendió a solucionarse, porque antes los galpones “eran aguantaderos de delincuentes”.
“Hace como cinco que nos prometieron el barrio, pero nos piden tener el terreno comprado para hacer las casas y después pagar cuotas por lotes y por casas y se hace difícil para nosotros”, dice ella, al pie de surtidor y ya llega otra vecina.
“Acá la Municipalidad de San Rafael no entra. Dicen que no pueden entrar a este terreno y con esa excusa no hacen nada. Con Edemsa nos pasa lo mismo, para poder darnos luz nos piden un comodato para poder poner una pilastra en cada casa. Mientras tanto, estamos todos colgados y por ahí nos amenazan con que van a pasar la topadora”, escuchamos y el hilito de agua sigue cayendo y el litro parece que jamás va a completarse.
No hace mucho, la Policía de Mendoza les pidió a los vecinos que hicieran una calle que atravesara la villa como una cicatriz atraviesa el antebrazo de un preso. Lo hicieron: pusieron diez manguitos por familia, contrataron una máquina e hicieron la calle, con la intención de que fuera transitada por la Policía, porque el afán de seguridad, al fin y al cabo, no es sólo apetito de los que tienen.
Le pusieron nombre a la calle: “Unión Obrera”. Y ahora entonces vale recordar que Borges ha escrito que el nombre es arquetipo de la cosa.
“Venga, joven”, llama una vieja que se enteró. “Mire la villa, mírela”, y la villa es mirada. “Fíjese una cosita: está más limpia esta villa que la Ciudad de San Rafael y que el Cuadro Nacional”, larga. “Y le digo otra cosa: hay cero delincuencia en el barrio”, termina. Tiene razón la vieja, que sonríe satisfecha, más allá de las ausencias que, en silencio, pronuncia su boca.
“Me los traje a vivir con nosotros”
Los primeros vecinos que llegaron se fueron de una a vivir a los galpones: no era muy agradable en invierno, pero tampoco en verano. Corría la segunda mitad de los ’90 y el menemismo había hecho ya tanto daño que se lo podía respirar por las calles.
Entre los primeros habitantes que fueron a los galpones, estaba doña Luisa Montoya. Tiene 49, pero parece de diez más. Con el tiempo, a Luisa y su marido les ha ido bien; tanto que dejaron el galpón y se hicieron un ranchito con patio a 200 metros. Tan bien les ha ido, que tenían una piecita vacía ahí atrás y se la dieron a una señora con cuatro hijos, una señora que hace unos días que no está, porque ha ido a parir al Schestakow, y sus cuatro hijos se levantan a la mañana como se acostaron a la noche y así andan por ahí.
“No tenían donde ir y me los traje a vivir con nosotros”, dice doña Luisa con toda naturalidad, como si fuera normal, como si los mendocinos tuviéramos como costumbre ser solidarios y cosas por el estilo.
Hay un dato más: doña Luisa se puso un almacén y, ya saben ustedes, los vecinos vienen a pedirle fiado. Y no le pagan la cuenta. “Pero no ponga nada, porque no está declarado”, se excusa como si, efectivamente a alguien le preocupara lo que ocurre o deja de ocurrir en este caserío de largas miserias, que a esta altura ya ni propietario de las tierras exhibe.
Doña Luisa es tajante: “¿Qué se puede esperar de gobernadores e intendentes? Este barrio es de gente trabajadora: hay albañiles, gente que trabaja descarozando ciruelas, changarines, camioneros, un par de municipales: nosotros nos queremos quedar a vivir acá, pero con los servicios y pagar los gastos. Ahora tenemos que juntar 500 pesos entre todos para tener personalidad jurídica”, comenta ella, quien, a la sazón, es la presidente de una Unión Vecinal que, como un personaje de Ionesco o Pirandello, busca su personalidad, pero jurídica.
“Esto era un bosque de delincuencia; ahora es un barrio y los vecinos de nosotros nos agradecen. Los que nunca se han aparecido, salvo cuando hay elecciones, son los políticos”, finaliza.
Sus niños y los otros niños, ya más acostumbrados a nuestra extraña presencia, juegan con los chocos. ¿Qué estarán pensando exactamente? La respuesta, tal vez, demorará unos diez o doce años en ser develada, si no es que antes, como dicen los mayas, los cineastas y los rockeros, este mundo de mierda no vuela en mil pedazos de una buena vez por todas.
Mientras tanto, ahí puede palparse una evidencia incontrastable: los niños son hermosos, aun cuando agonizan sobre las vías del tren.
Ulises Naranjo
Pocas cosas más representativas de una provincia que se vino a pique que un asentamiento de indigentes levantados sobre las vías del tren. La imagen es particularmente poderosa porque resume dolores largos: la ausencia del tren –y ya se dijo que un país sin trenes no es un país– y el crecimiento de la indigencia, en este caso, en una villa donde sobran los niños, los perros y el abandono institucional.
Estamos en Cuadro Nacional, distrito vecino de la villa cabecera de San Rafael. En la estación de trenes, donde antes hubo locomotoras que atravesaban el mundo cargadas de carbones, vinos, frutas, gentes y asuntos por el estilo, ahora, hay una villa con señoras tristes que riegan un par de tristes malvones y perros con garrapatas tristes y piecitas breves bajo el sol del Tercer Milenio.
Bajo estos casi ilusorios hogares, hay rieles y durmientes y un par de galpones en los que malviven carteles de bienvenida de otros tiempos. Actualmente, el caserío alberga a más de mil personas, unas 160 familias, quince años de historia, 700 niños, 500 perros y por lo menos una docena de años de dejadez estatal. ¿Ayuda oficial? Ninguna.
La excusa, para los asentamientos en esta clase de terrenos, es la misma en nuestro sur que en nuestra ciudad: los terrenos del ferrocarril son nacionales, “entonces la Municipalidad de San Rafael y el Gobierno Provincial dicen que no pueden hacer nada”.
Hubo que ponerle un nombre al lugar y esta vez no primó el afán de eternidad a través de algún nombre asociado con alcurnias, prosapias o victorias: le pusieron Barrio Nuevo, así, cortito. Vamos a conocerlo.
“Mire la villa, mírela”
Ni bien atravesamos el umbral del olvido, unos vagos se cruzan con una amenaza que oculta un chiste. “Cuidado con la villa, se pone peligrosa”, larga uno. “¿Y hay laburito pa’ los vagos?”, dice otro. Rápidamente, llegan las risas y terminan por quedar descolocados cuando ven que, en realidad, vamos a hablar con sus madres, ese objeto divino dentro de la cosmogonía del pobre.
En las villas, ellas son las que saben cómo funciona el asunto que no funciona. Las madres, ustedes saben, siempre son las que todo lo saben y por todos velan. Y si algún progreso se logra, es porque hay madres detrás y esto es así, indefectiblemente, en cada rincón del mundo.
Vamos a la primera casa: es otra mañana en la villa y el sol pega en las latas, mientras la señora Estela intenta reunir un litro de un hilito de agua que sale de su canilla. ¿Por qué todo tiene que ser siempre así de difícil? ¿No debiera uno tener agua ni bien abre el surtidor? Uno imaginaría que semejante situación puede atacarla al abrir la heladera, pero es posible que ni heladera, mire, vea.
El problema aquí, no empezó con el asentamiento, sino que, según los vecinos, tendió a solucionarse, porque antes los galpones “eran aguantaderos de delincuentes”.
“Hace como cinco que nos prometieron el barrio, pero nos piden tener el terreno comprado para hacer las casas y después pagar cuotas por lotes y por casas y se hace difícil para nosotros”, dice ella, al pie de surtidor y ya llega otra vecina.
“Acá la Municipalidad de San Rafael no entra. Dicen que no pueden entrar a este terreno y con esa excusa no hacen nada. Con Edemsa nos pasa lo mismo, para poder darnos luz nos piden un comodato para poder poner una pilastra en cada casa. Mientras tanto, estamos todos colgados y por ahí nos amenazan con que van a pasar la topadora”, escuchamos y el hilito de agua sigue cayendo y el litro parece que jamás va a completarse.
No hace mucho, la Policía de Mendoza les pidió a los vecinos que hicieran una calle que atravesara la villa como una cicatriz atraviesa el antebrazo de un preso. Lo hicieron: pusieron diez manguitos por familia, contrataron una máquina e hicieron la calle, con la intención de que fuera transitada por la Policía, porque el afán de seguridad, al fin y al cabo, no es sólo apetito de los que tienen.
Le pusieron nombre a la calle: “Unión Obrera”. Y ahora entonces vale recordar que Borges ha escrito que el nombre es arquetipo de la cosa.
“Venga, joven”, llama una vieja que se enteró. “Mire la villa, mírela”, y la villa es mirada. “Fíjese una cosita: está más limpia esta villa que la Ciudad de San Rafael y que el Cuadro Nacional”, larga. “Y le digo otra cosa: hay cero delincuencia en el barrio”, termina. Tiene razón la vieja, que sonríe satisfecha, más allá de las ausencias que, en silencio, pronuncia su boca.
“Me los traje a vivir con nosotros”
Los primeros vecinos que llegaron se fueron de una a vivir a los galpones: no era muy agradable en invierno, pero tampoco en verano. Corría la segunda mitad de los ’90 y el menemismo había hecho ya tanto daño que se lo podía respirar por las calles.
Entre los primeros habitantes que fueron a los galpones, estaba doña Luisa Montoya. Tiene 49, pero parece de diez más. Con el tiempo, a Luisa y su marido les ha ido bien; tanto que dejaron el galpón y se hicieron un ranchito con patio a 200 metros. Tan bien les ha ido, que tenían una piecita vacía ahí atrás y se la dieron a una señora con cuatro hijos, una señora que hace unos días que no está, porque ha ido a parir al Schestakow, y sus cuatro hijos se levantan a la mañana como se acostaron a la noche y así andan por ahí.
“No tenían donde ir y me los traje a vivir con nosotros”, dice doña Luisa con toda naturalidad, como si fuera normal, como si los mendocinos tuviéramos como costumbre ser solidarios y cosas por el estilo.
Hay un dato más: doña Luisa se puso un almacén y, ya saben ustedes, los vecinos vienen a pedirle fiado. Y no le pagan la cuenta. “Pero no ponga nada, porque no está declarado”, se excusa como si, efectivamente a alguien le preocupara lo que ocurre o deja de ocurrir en este caserío de largas miserias, que a esta altura ya ni propietario de las tierras exhibe.
Doña Luisa es tajante: “¿Qué se puede esperar de gobernadores e intendentes? Este barrio es de gente trabajadora: hay albañiles, gente que trabaja descarozando ciruelas, changarines, camioneros, un par de municipales: nosotros nos queremos quedar a vivir acá, pero con los servicios y pagar los gastos. Ahora tenemos que juntar 500 pesos entre todos para tener personalidad jurídica”, comenta ella, quien, a la sazón, es la presidente de una Unión Vecinal que, como un personaje de Ionesco o Pirandello, busca su personalidad, pero jurídica.
“Esto era un bosque de delincuencia; ahora es un barrio y los vecinos de nosotros nos agradecen. Los que nunca se han aparecido, salvo cuando hay elecciones, son los políticos”, finaliza.
Sus niños y los otros niños, ya más acostumbrados a nuestra extraña presencia, juegan con los chocos. ¿Qué estarán pensando exactamente? La respuesta, tal vez, demorará unos diez o doce años en ser develada, si no es que antes, como dicen los mayas, los cineastas y los rockeros, este mundo de mierda no vuela en mil pedazos de una buena vez por todas.
Mientras tanto, ahí puede palparse una evidencia incontrastable: los niños son hermosos, aun cuando agonizan sobre las vías del tren.
Ulises Naranjo
(MDZOL)
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