Escribe Horacio Eichelbaum: Imaginar un desastre natural que destruya el planeta es lo más parecido a la amenaza del cambio climático. Aunque evitar el desastre está en nuestra mano, es una ventaja que estamos perdiendo.
Si los científicos descubrieran que la Tierra va a chocar con un meteorito dentro de unos pocos años y que la colisión podría provocar la destrucción total o parcial del planeta, sería difícil imaginar una noticia más dramática para la humanidad. Después de anunciarlo, los científicos seguirían discutiendo la fecha posible y las consecuencias concretas del cataclismo: si la especie humana desaparecería o cuántos supervivientes quedarían; y cuánto de la obra humana se mantendría en pie.
¿Qué harían los medios de comunicación? Científicos de todo pelaje comentarían las distintas posibilidades y se multiplicarían las encuestas. Quizás se pondrían de moda balances absurdos: ¿cuál ha sido la mayor aportación de la raza humana en toda su existencia? Si usted fuera un superviviente en una isla desierta… ¿cuáles diez cosas querría tener consigo?
La reacción humana quizás sería instintiva: la típica del argumento literario de una persona a la que los médicos le auguran una muerte próxima. A vivir que son, literalmente, dos días. La versión extrema del ‘carpe diem’: cercenado de un solo tajo el futuro, sólo quedaría en pie el presente, a palo seco. ¿A qué aceptar límites morales? ¿A qué preservar nuestra imagen de buenos/as esposos/as, padres, empresarias/os, profesionales, maestras/os… si pronto no quedaría nadie para valorarlo o reconocerlo? ¿A qué ceder el paso o dejar sitio para que aparque el vecino? ¿A qué postergar nuestras pequeñas venganzas o contener las tentaciones de quedarnos con lo ajeno?
La reacción humana quizás sería instintiva: la típica del argumento literario de una persona a la que los médicos le auguran una muerte próxima. A vivir que son, literalmente, dos días. La versión extrema del ‘carpe diem’: cercenado de un solo tajo el futuro, sólo quedaría en pie el presente, a palo seco. ¿A qué aceptar límites morales? ¿A qué preservar nuestra imagen de buenos/as esposos/as, padres, empresarias/os, profesionales, maestras/os… si pronto no quedaría nadie para valorarlo o reconocerlo? ¿A qué ceder el paso o dejar sitio para que aparque el vecino? ¿A qué postergar nuestras pequeñas venganzas o contener las tentaciones de quedarnos con lo ajeno?
¿Tendrá algún parentesco esta fantasía con la realidad del ‘calentamiento global’ que estamos viviendo? Las cosas no son tan diáfanas porque la realidad tiene siempre muchos más matices que la fantasía: cuando imaginamos, sólo pintamos los grandes trazos, en tanto que la realidad está llena de matices, de hechos que no encajan en el conjunto que nuestra racionalidad quiere ver homogéneo. Pero hay –como siempre, también- elementos de la realidad que parecen más artificiosamente inventados que todo lo que podría nacer de una mente literaria, como esos ‘hackers’ pirateando los ordenadores de los científicos para mostrar incongruencias y mentiras en los planteamientos de los ‘sabios’. Pocos dudan ya del cambio climático y de la desesperada urgencia por reducir el flujo contaminante. Y pocos dudan de que esos piratas cibernéticos protagonistas del ‘climategate’ están a sueldo de quienes quieren suministrar argumentos a los poderosos intereses que persisten en negar la evidencia. El caso es que la realidad tiene una enorme ventaja sobre la fantasía del meteorito: que evitar el desastre está en nuestras manos.
Lo increíble es que estamos dejando escapar esa ventaja. Hace tres meses titulábamos una de estas columnas: ‘Hoy puede ser un gran día’. Hacíamos esfuerzos de optimismo y citábamos al presidente europeo, Durao Barroso, quien esperaba que los líderes mundiales apreciaran “el abismo que se abre bajo sus pies” y prepararan una propuesta seria para la reunión que ahora se está celebrando en Copenhague.
En efecto, fue un optimismo forzado: no se logró el más mínimo avance. Y hay cada vez más motivos para el escepticismo. No sólo porque los esfuerzos no dan frutos sino también porque, como lo explica Carlos Taibo en su libro ‘En defensa del decrecimiento’, si nuestro ‘barco’ va derecho al choque contra unos arrecifes… ¿cuál es el criterio racional que supone reducir la velocidad? Se trata de cambiar el rumbo para evitar el choque: reemplazar el sistema, vivir bajo otro paradigma que no sea el de la producción y el consumo.
¿Habrá que empezar a pensar que existe alguna conexión entre ese futuro ‘choque con el meteorito’, este ‘calentamiento global’ arrasador, y este ‘carpe diem’ que se expande, esta tendencia a romper cualquier límite moral, a vivir el presente como si ya no existiera el futuro? O sea: que hay mucha contaminación detrás de tanta corrupción.
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