martes, 30 de junio de 2009

¿Cómo crece la generación de los chicos sin calle?

Obesidad, depresión, estrés y dificultades en las relaciones interpersonales: apenas algunas de las secuelas de criarse puertas adentro. Las contradicciones de los adultos. La opinión de los expertos.
Hace treinta y siete años, el cineasta Arturo Ripstein filmó una película oscura (la primera de una larga lista) llamada “El castillo de la pureza”. Se trataba de la historia de un vendedor de insecticidas que –convencido de que el mundo era peor que un nido de ratas– criaba a sus tres hijos sin dejarlos pisar la calle. Durante dieciocho años, los vástagos crecieron aceptando –aunque no creyendo– que el mundo era una casa gris, un patio desmayado y un puñado de palabras –las paternas– que debían ser respetadas con rigor de ley. Los chicos sabían cuántos países había en África, qué era una placa tectónica y cuál era el cuadrado de la hipotenusa. Pero no sabían qué se siente al correr por un parque.

Algo que, en rigor, casi cuatro décadas después, muchos niños “reales” tampoco saben demasiado bien. Y es que el miedo a todo (el dengue, los pedófilos, los robos, la gripe A, las jeringas en la arena, los caramelos de extraños, los autos locos, los falsos abuelitos en los bancos de las plazas) lleva a que una cantidad creciente de chicos, movidos por las mejores intenciones de sus padres, salgan cada vez menos y –con la ayuda de internet– estén aprendiendo a pensar el infinito adentro de sus casas; un panorama que llevó al periodista estadounidense Richard Louv, autor del libro Last Child in the Woods (El último niño en el bosque), a hablar de “déficit de naturaleza”: un estado que marca a toda una generación de criaturas que crecen sin contacto con el aire libre, y que en consecuencia sufren de obesidad, estrés, depresión, alergias múltiples –porque están sobrexpuestos al polvillo de las casas, y a la vez no se inmunizan contra las bacterias que circulan por el medio ambiente– y desórdenes anímicos. “Los chicos de ahora aprenden de naturaleza en sus libros –escribe Louv–. Pero la falta de contacto con la naturaleza intelectualiza el aprendizaje y los vuelve desapegados. El problema es que son ellos los que deberán luchar por preservarla de aquí a unos años”.

En Estados Unidos, denuncia Louv, hay padres que intencionalmente envían a sus hijos a la guardería sin abrigo, para asegurarse de que las maestras los mantengan adentro todo el día. Y en nuestro país la situación no es tanto mejor: un informe realizado por la multinacional Unilever reveló que el 80% de las madres argentinas admite que sus hijos están mucho tiempo frente a una pantalla, que perdieron el contacto con la naturaleza y que eso los está privando de la niñez. Las razones del encierro son –de mayor a menor importancia– la inseguridad, la incidencia de las nuevas tecnologías, la falta de tiempo de los padres y la cantidad de actividades extracurriculares.

El estudio, titulado “Dando a nuestros hijos el derecho de ser niños: la infancia en una visión global de las madres”, fue coordinado por los especialistas y hermanos Jerome y Dorothy Singer –del departamento de Psicología de la Universidad de Yale–, se hizo en once países con distintos grados de desarrollo (entre ellos, la Argentina), y buscaba desentrañar la relación que existe entre la infancia y el juego. Los resultados pusieron en evidencia una contradicción: el 79% de las madres coincide en que ha sido olvidada la importancia que tiene que los niños descubran el mundo por sí mismos. El 65% está preocupado por la posibilidad de que sus hijos tengan problemas para entablar relaciones en un futuro no tan lejano. El 63% admite que la falta de juego puede tener consecuencias psíquicas (falta de integración social) y físicas (sobrepeso) en sus hijos. El 58% entiende que ensuciarse y exponerse a gérmenes puede ser realmente bueno para la salud de una criatura. Y casi el 50% considera que sus propios miedos –los maternos y paternos– mantienen a sus hijos adentro de sus casas. Pero semejante autocrítica no se traslada al terreno práctico: el 80% admite que sus hijos salen menos de lo necesario.

El encierro, por ende, arrastra un grado de culpa. Así lo explica Antonia Ferro, madre de Manuel, de cuatro años de edad: “Sé que tener a tu hijo en casa todo el día no es la opción ideal; yo me crié yendo descalza al almacén, así que veo las diferencias entre mi infancia y la de mi hijo –distingue–. Pero trabajo todo el día, y no me quedo tranquila si sé que Manuel está en la plaza sin mí o sin el papá. El ambiente en la plaza no siempre es el mejor, hay pibes muy prepotentes que a los nenes más chiquitos los pasan por encima. El clima puede llegar a ser violento. Por eso prefiero que socialice cuando tiene un cumpleaños y va al pelotero. Sonará horrendo, pero es la opción menos mala”.

Las bondades del riesgo. De acuerdo con el estudio de Unilever, el 80% de las argentinas dice que sus hijos miran mucha televisión, un hábito que a su vez es consecuencia de muchos otros factores: por un lado, los padres llegan extenuados del trabajo y no tienen resto físico para ponerles límites; y por otro, los juegos de pantalla son vistos por los padres como alternativas “más seguras” que cualquier otra que se desarrolle fuera del hogar.

Sin embargo, todos los peligros del “afuera” encierran, en sí mismos, un curioso principio de seguridad. Daniela Gutiérrez, licenciada en Educación e investigadora de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), da el ejemplo de un jardín de infantes hecho en la década de 1930 por Le Corbusier, que tenía una pileta sin rejas: un diseño impensable en estos días. “Estaba la certeza de que los niños podían asomarse, pero no metían ni un dedo –advierte Gutiérrez–. En cambio, los pibes ahora no tienen ejercicio de riesgo y consecuencia, y capaz que se tiran a la pileta. En décadas pasadas, los chicos se cuidaban mejor a sí mismos porque el dolor siempre era una posibilidad: cuando explorabas los límites, los alcances de la fuerza y los de la naturaleza, podías lastimarte o no. En cambio hoy es difícil encontrar un niño que se lastime. El concepto ya no de seguridad, sino de reaseguro, de dar pasos sólo cuando se está libre de riesgos, se extrapoló tanto que tiene casi el valor de la magia: todo lo que está fuera de tu casa es riesgoso y lo de adentro es perfecto. Aun cuando buena parte de los abusos, los accidentes y las situaciones incestuosas se produzcan dentro del hogar”.

Hay ciertos “síndromes” –reales o inventados– que también se potencian paredes adentro. Una investigación publicada el año pasado en la Revista Estadounidense de Salud Pública encontró que los síntomas de los niños diagnosticados con el déficit de atención (el llamado ADHD) se reducían significativamente cuando jugaban al aire libre en lugares como jardines, parques o fincas. En 54 de 56 casos, las actividades en escenarios naturales habían conducido a una gran reducción de las manifestaciones de dicho desorden. Por eso, conscientes de que el aire libre tiene sus beneficios, hay organizaciones en Estados Unidos que promueven la salida de los chicos de sus casas. La National Wildlife Federation, por ejemplo, invirtió 1,5 millones de dólares para implementar diferentes programas que impulsen a las escuelas a organizar excursiones a ambientes naturales. Y la Children & Nature Network promueve la instauración de “la hora verde”: un espacio para que los ciudadanos, todos los días, incluyan en su agenda un tiempo dedicado al entretenimiento extramuros.

“La naturaleza, más allá de la suposición de que hay leyes que la regulan, tiene que ver con lo no programado, lo salido del libreto –advierte el psicoanalista de niños Juan Vasen, autor de varios libros sobre la infancia, el último de ellos titulado Las certezas perdidas–. Por eso, si bien es lógico que los padres teman a la polución, la inseguridad y los gérmenes, hay un fantasma superior a todo esto: el miedo a que los hijos se enfrenten a lo extraño, lo distinto, lo extrafamiliar. Subir a un árbol no es igual que subir a la trepadora de una plaza. En la trepadora los escalones están a la misma distancia, y en el árbol no: hay imprevistos. El contacto del chico con eso es una ganancia, porque genera en él curiosidad y necesidad de respuestas diferentes. Además, si un niño vive en un micromundo aséptico, no hace una experiencia inmunológica necesaria y cuando pise la calle se va a contagiar algo. Por eso, hay que desterrar la idea de que hay que vivir aislados y matando gérmenes todo el día. Es importante empezar a pelear contra la parafernalia publicitaria y la concepción infectológica de la vida”.

La ciudad de los niños. En la calle, si hay niños, los adultos somos mejores personas. Aceleramos menos. Insultamos menos. Podemos llegar a sentir pudor. Por eso, para que los niños vuelvan a apropiarse de las plazas, las veredas y la ciudad en la que viven; para que hagan del mundo un lugar propio –y seguro–, es necesario ayudarlos a volver a las calles. Eso dice el pedagogo italiano Francesco Tonucci, autor de infinidad de libros e impulsor del proyecto “La ciudad de los niños”: un plan multipremiado que desde principios de la década del 90 se realiza en algunas ciudades del mundo –entre ellas, Rosario–, que plantea una solución novedosa a la degradación de las ciudades: para Tonucci, las urbes deben aumentar sus espacios físicos y simbólicos destinados a la participación infantil, y ésa será la garantía de que la ciudad sea diversa y mejor para todos. “Los niños son desaparecidos de la calle. Ellos no quieren recibir tantos juguetes, sino salir de casa y jugar con amigos. Los adultos deberían dejar de pagar por su culpa y permitir a los niños jugar”, subrayó Tonucci a Crítica de la Argentina el año pasado (ver aparte), durante un viaje que hizo a la provincia de Santa Fe, a propósito de su proyecto urbano.

“La ciudad de los niños” está inspirada, entre tantas otras fuentes, en la historia de un poblado italiano llamado Reggio Emilia. Allí, luego de que la Segunda Guerra Mundial dejara el caserío entero hecho polvo, se pensó una inusual forma de salir del pozo. Las mujeres sobrevivientes decidieron que el primer paso para la reconstrucción del pueblo debía consistir en el levantamiento de una escuela, y que esa escuela debía construir lazos muy sólidos con la ciudad, la cultura y la comunidad en general. El primer edificio fue financiado con la venta de los materiales que habían dejado los alemanes tras su huida (unos caballos, un tanque y un camión). Y fue así que, de a poco, las instituciones de la zona fueron creciendo en tiempo y espacio, y haciéndose famosas en todo el mundo, a tal punto que el modelo pedagógico de Reggio Emilia es copiado internacionalmente.

¿En qué consiste ese modelo? En fomentar los lazos entre los niños y su entorno, y en transmitirles a los chicos un concepto básico y profundo: que “la realidad” no está afuera. Que “la realidad” también son ellos. Y que, justamente por esto, los niños pueden –deben– estar en casi todas partes.

“Hay un conflicto entre los hijos y sus padres: los chicos piden salir; los adultos, vigilancia”
Por Francesco Tonucci, pedagogo italiano autor de los libros Con ojos de niño, Cuando los niños dicen ¡basta! y La ciudad de los niños.

Hay que dejar que los niños jueguen libremente. En el proyecto “La ciudad de los niños” hay una participación concreta de los niños, no para ver cómo funciona el Concejo Deliberante, sino para que ellos propongan políticas públicas. Por ejemplo, un niño dijo en una reunión “los adultos nos ofrecen todos espacios iguales, con los mismos juguetes, y es como ver la misma película todos los días, sin sorpresas”. Esa frase contiene una idea muy profunda: los niños no deberían tener espacios para ellos sino usar todos los espacios. Otro chico dijo: “Hay que poner matorrales para que podemos besarnos a escondidas”. Los espacios de los niños tienen que permitir la intimidad del juego, que no significa hacer cosas raras, sino jugar a la mamá en un rincón, por ejemplo. Pero eso no se puede hacer en una plaza donde hay polvo y ruido y columpios y toboganes. Los niños contaron las características que tiene que tener una plaza para ser buena: 1) debe ser un espacio compartido, no exclusivamente infantil, 2) no hace falta que haya policías, 3) no debe tener padres, y 4) no debe ser demasiado segura. Los adultos tienen como objetivo el control y la vigilancia. Y el juego necesita un componente de riesgo, aunque sea pequeño, que los adultos no pueden permitir. El cambio profundo es que mientras que, hace 30 años, los adultos no estaban y los niños se aprovechaban de esta ausencia para crecer, hoy los niños viven todo el tiempo frente a adultos que tienen como papel vigilar, enseñar o animar. ¿Cuál tendría que ser el rol de los padres, entonces? Un niño de Rosario dijo: “Los padres pueden ayudarnos, pero de lejos”. Estamos viviendo un conflicto entre los hijos y sus padres, porque los niños piden salir de su casa y jugar, y los padres vigilancia y lugares protegidos. La política, lamentablemente, se pone siempre del lado de los padres. Por eso, estamos pidiendo que los políticos acepten ponerse del lado de los niños favoreciendo su autonomía, por ejemplo, armando caminos para que puedan ir a la escuela solos. Si los niños van a la escuela sin adultos corren, juegan, hacen bromas, se divierten. Los niños han desaparecido de la ciudad y tienen que recuperarla.

Josefina Licitra

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